11deJulho

tendências, souvenirs, beijos esparcidos aos precipícios dessa coisa rugosa que muitos chamam amor, solilóquios, colóquios, provocações e invectivas, enfim, de tudo um pouco, daquilo que sou

Tuesday, May 02, 2006

ALEXANDER SOKUROV - El Cinema Estelar

ALEXANDER SOKUROV - El Cinema Estelar


Alexander Sokurov nació el 14 de Junio de 1951, en Podorvikha, un lugar de la remota Siberia, como le gusta destacar. Su pasión fundamental fue desde temprano la literatura, y cuando se mudó para Moscú, a fin de licenciarse en Historia, llevaba la ilusión de trabajar en la radio. Afortunadamente para nosotros, que seguimos con deslumbramiento su obra, la Sétima Arte se tornó en el camino que trilló.

De forma singular, nos legó hasta ahora películas intensas, plásticamente soberbias – la fotografía, que atinge cromatismos improbables, está trabajada en maneras innovadoras y radicales, mediante la ayuda de filtros y distorsiones, hasta provocar efectos capaces de nos hacer ver el mundo de otro modo; la música, con fragmentos, mezclas y colages de sinfonías irreconocibles. Es un cine de pequeños detalles y grandes obras. Luminoso, pleno, perfecto.
Su primer largo-metraje, «La Voz Solitaria del Hombre» (
Odinokiy golos cheloveka), data de 1978, correspondiendo al trabajo de final de carrera, que ha merecido la incomprensión de los responsables de la escuela moscovita, de tal forma que su exhibición fue prohibida y el film estuvo inclusivamente a punto de ser quemado. Quien lo haya visto, con nosotros podrá opinar que esa pierda sería criminosa para la historia del cinema, una vez que, además de constituir un debut tremendo, ya contiene muchas de las líneas conductoras de la estética y del imaginario de este autor, entonces claramente influenciado por el maestro Andrei Tarkovsky, a quien de resto Sokurov no escondió una dedicatoria. El apoyo moral del autor de «Solaris» y «Andrei Rubliov» habrá sido, en realidad, decisivo para que aquél que era al tiempo su discípulo no renunciara ante los óbices y el desprecio institucional. Mas el giro político llevado a cabo con la Perestroika ha permitido al joven director siberiano recuperar la obra, pasándola remasterizada en el emergente Festival de Locarno, en Suiza, donde recibiría el Gran Premio del Jurado, en la edición de 1987.
Viendo a «La Voz Solitaria del Hombre», que está basado en textos del escritor Andrei Platonov
[1], nos damos cuenta que se trata de un título programático. La humanidad tiene voz, produce discursos y textos, pero esa voz es solitaria, no si queremos silenciosa, porque dice al final tan poco, en la medida que su eco es demasiado corto, su alcance limitado, sus repercusiones diminutas en el tiempo y el espacio. La palabra, tal cual la acción antropoide en general, son efímeras, locales, inconsecuentes, en especial ante aquella Naturaleza inmensa que permanece estática y ajena - pero que sobretodo permanece - mientras al individuo humano no resta sino vivir absorto por la pasividad, no fustigado por la inquietud que se traduce en la búsqueda continuada de algo que nunca se encuentra no logra (hay personajes que nos hablan reconociendo que ya han muerto, tal es la inutilidad de la palabra – y de la acción), en fin, un vivir lapidado y dilapidado por la angustia, por el desespero, por la frustración, por la ausencia de un sentido real que modele y impulse la existencia.
Empezó así el recorrido de éste que es uno de los directores más apreciados de la actualidad, debido a la radicalidad, originalidad y persistencia de su trabajo. De Tarkovski, asumida y principal influencia originaria, Sokurov ha recogido el interés, la fijación, por temas metafísicos que afligen lo humano en su destino esencial, tal como una cierta psicología, profunda, inhóspita, transmitida a través de silencios, de miradas largas no bruscas, de gestos elocuentes, de palabras intangibles y enigmáticas. Y claro, esa presencia absoluta de la Naturaleza, hoy en día prerrogativa del cine ruso en general
[2].
Para la gran parte de los europeos, de hecho, habituados a otras dimensiones espaciales y demográficas, será difícil imaginar lo que son esas enormes extensiones de tierra: campos y planicies interminables, longas cordilleras repletas de densa vegetación, amplias zonas desiertas y insalubres. Seguramente en ese aspecto la cultura rusa puede desarrollar una noción particular de la relación entre lo humano y la Naturaleza no el Cosmos: delante de esos escenarios naturales vastos y imperturbables, la pequeñez del individuo, e incluso la volatilidad de la propia comunidad humana, aparecen como algo pasajero y irrisorio, inerme presencia antropológica a que esa misma Naturaleza, serena la mayor parte das veces, violenta cuando así ocurre, resta en la total das indiferencias.
Quizás la más grande evidencia de esa visión en el cine de Sokurov es el final del «Día del Eclipse» (
Dni zatmeniya, de 1988)[3]: un plano fijo que se sostiene por varios minutos, con aquel amarillo tórrido y un poco enfermizo que domina toda la obra. En medio del paisaje árido y desertificado, basto de rocas y piedras arenosas, se esconde aquella mediana y mediocre ciudad donde al final nada de especial ocurre no acaece, como un reflejo de que la vida humana no tiene realmente tanta importancia relativamente al mundo como tal. Esa población, lentamente, y bajo el mismo plano fijo, se torna cada vez más difusa, desenfocada, hasta el momento en que finalmente desaparece por completo, al paso que ningún elemento natural, ni siquiera el cielo vagamente nublado, haya presentado alguna señal del más leve cambio. Ese fue el verdadero eclipse, el desaparecimiento, por defecto, por inútil, de la presencia del Hombre: su acción es innocua e insignificante. Sólo la Naturaleza se mantiene, sólo ella perdura[4].
En estas primeras obras de Sokurov otra constante es la figura de un médico como uno de los personajes principales. El médico representa hoy un cierto espíritu de victoria de la humanidad sobre el reino microbiológico. La forma como la medicina avanzó en los últimos doscientos años está coronada de éxito. Inumerables enfermedades fueron controladas, siendo impacto de eso el aumento de la esperanza de vida, sobretodo la reducción de la mortandad infantil. Los médicos de Sokurov, sin embargo, son muy diferentes. No tienen hospitales ni laboratorios, prácticamente ya abdicaron de sus instrumentos, se limitan a vaguear solitarios por un mundo donde no encuentran lugar, cargando el fardo de la su propia existencia carente de un sentido que sea claro. Es más: no consiguen salvar nunca a nadie, ni a sus propios familiares. Los personajes a quien asisten acabarán muriéndose, ante la impotencia de la mirada clínica que solamente puede anticipar esa misma muerte, como si lo único que pudiera verificar fuera su pungente inevitabilidad. La finitud de lo humano queda expuesta, incluso – no sobremanera – a través del fracaso concluyente de este dominio en que la evolución técnica es tan brillante y certera. Estamos en el plano del trágico: el ser humano no puede desafiar a la muerte, ni la fuerza implacable de la Naturaleza y de su congénito aliado - el Tiempo.
Sokurov atribuye, en efecto, notable importancia al tiempo. Entendido en múltiplas acepciones, esta categoría juega en su cinema y en su terminología un papel clave y crucial. El tiempo respecta primero a la duración de la película, que es la obra, y en ese aspecto es susceptible de alguna manipulación, o al menos tentativa, que es al mismo tiempo un repto en abierto. El realizador ruso es consciente de haber sido con «El Arca Rusa» (Ruski Kovcheg, 2002) que llevó ese esfuerzo más lejos hasta el momento. El riesgo asumido de grabar una largo-metraje de hora y media, en un único plano, sin cualquier corte o montaje, podría incluso no parecer tan vertiginoso si fuera un film intimista, con pocos recursos escénicos y humanos, como es el caso de «Madre y Hijo». Mas «El Arca Rusa» implicó más de 2000 actores y figurantes. Ha sido ensayada meticulosamente durante seis meses y finalmente rodada en el día 23 de diciembre de 2001, recorriendo 33 salas y galerías del Museo Hermitage, sirviéndole de auténtico billete postal, o de visita guiada, al mismo tiempo cargado de una potente atmósfera onírica y de un aparato performático impresionante. Recordemos la faustosa escena del baile, por ejemplo, en la cual toca efectivamente en directo la Orquesta del Teatro Kirov, también de San Petersburgo, dirigida por el gran maestro Valeri Gergiev, o, ya hacia el final, la de la majestosa Escalera, espectacular, donde vamos escuchando voyeurísticamente las conversaciones de varios aristócratas urbanos y de provincia, mientras la cámara baja siguiendo una harmoniosa cadencia hasta la salida del edificio.
En El Arca Rusa, de hecho, la cámara avanza prácticamente siempre al mismo ritmo, ofreciendo a quien la ve ese sereno compaso de un tiempo substancial, ontológico, que transcurre de forma absolutamente esencial a cada segundo, siempre presente. El espectador lúcido no puede evitar la inquietud de pensar lo que podría pasar si alguna cosa hubiera andado mal - pues tendría que empezarse a filmar de nuevo desde el inicio. El tiempo es el protagonista total del film, incluso porque lo que podemos chamar ‘acción’ (en este contexto gana un significado bastante peculiar) transcurre varios siglos, haciendo desfilar los czares, los conspiradores políticos, los grandes escritores y músicos, en avanzadas y vueltas atrás que empero escapan al entendimiento de quien sea menos avisado sobre las incidencias de la historia rusa.
Pensará el lector que por la relevancia de los motivos del tiempo y de la Naturaleza o Cosmos en la estética sukoroviana, se presentan por deslindar posibles articulaciones entre su cinema y el pensamiento de un Martin Heidegger, por ejemplo. Afloramos esta perspectiva en función del apelo de la Naturaleza, o de la tierra, tan manifiesto en la segunda fase del pensador de la Selva Negra, y también de su apreciación del tiempo en cuanto vector estructurante y soportador de la realidad ontológica, desde el proyecto abandonado de Sein und Zeit.
Otros planos, aún así, podrían legitimar o fecundar esta aproximación. Uno de ellos, salientemente, es la dedicación respecto a la literatura, entendida como el arte primigenio y axial, fuente de la cual necesariamente manan todas las otras artes y incluso las formas culturales. Pese a que todo apunte para una divergencia no del todo insignificante: Heidegger se refiere claramente a la poesía, al poema como gesto fundador de la palabra y de la propia existencia, mientras que Sokurov prefiere sin lugar a dudas la integridad de la novela en prosa, en su calidad de documento sobre la espiritualidad y la psicología íntima, al mismo tiempo como naciente que aporta y penetra toda la civilización y, claro, toda el arte.
Por fin, otro punto de contacto seria el valor atribuido a la pertenencia a una comunidad, al proceso histórico, al arraigamiento en una tradición cultural artística, como algo en que estamos inscritos y que hace parte indeleble de nuestro patrimonio onto y filogenético. Sokurov también nos relata abundantemente esa necesaria inmersión identitaria, tal cual el deber ético, político, social y pedagógico que el arte ha de poseer respecto a la cultura de cada país y de cada pueblo, una función que no deja, hoy en día, de ser patentemente resistencia contra la globalización expropiadora – y, diría Heidegger, desenraizadora -, tal cual contra la decadencia propagada por los medios de comunicación social y favorecida o sancionada por la clase política moralmente inepta. El arte, el grande arte, que existe desde siempre en sus más robustos fundamentos, no prescinde, no obstante, de la libertad del criador, de su marca autoral y singular. El artista se sitúa por tanto precisamente en esa encrucijada compleja entre la indispensable formación técnica de los medios y en el dominio de las herramientas artísticas, el talento y la creatividad, el conocimiento profundo de las letras, de la historia y de la estética, pero a la vez el compromiso hacia los valores que el director ruso apellida de humanísticos, a la función moralmente edificante y enriquecedora que subyace al propio arte.
El cineasta ruso se defiende bien bajo este ángulo. La idea de que los ideales del arte deben ser hondos y estar a la altura de esa responsabilidad de erigir valores fecundos para la espiritualidad humana es realmente antigua. La encontramos, categóricamente, en el Tratado sobre lo Sublime, redactado en el siglo I d.C., atribuido a Dionisio Longino (Pseudolongino), y donde se puede leer que «lo Sublime es el eco de un espíritu noble»
[5]. Recurre como una vena todo este escrito la noción que lo sublime, forma más excelsa del arte, no es posible lograrse solamente a través de expedientes técnicos o destrezas de estilo. Aún que estos sean fundamentales, lo son todavía más la riqueza espiritual y una estatura moral caracterizada por pensamientos elevados y sentimientos incólumes. Porque, también allí hallamos, es trasfondo decisivo de la arte su función moral y pedagógica, socialmente edificante, pero al mismo tiempo su valía no se puede realizar ni cumplir sin el talento creativo del autor, la entrega vívida de su heurística y incluso de su personalidad empeñada.
Siguiendo este orden de ideas, Sokurov cuñó, y parece ser aviso unánime, hasta ahora, su obra prima con «Madre y Hijo» (Mat i Syn, 1997). Visualmente admirable, es una película que no llega a tener hora y media de duración, con un ritmo sereno y apaciguador, que convoca la complicidad interior del espectador. La Naturaleza vuelve aparecer espléndida, en su calma inquebrantable, en su superior permanencia, en los umbrales de lo sublime y de lo trascendente.
La acción ocurre en un lugar aislado, repleto de esa fuerza ubicua de la Naturaleza intacta, donde hay tan sólo una pequeña casa y algunos caminos de tierra batida como precarias presencias hominales. Los dos protagonistas son una madre enferma, moribunda, y su hijo que se encarga de cuidarla con todo el celo y dedicación. En una inversión de papeles, aquí es el hijo que transporta en brazos a su madre, retribución de un amor, y del origen de la vida, que la progenitora le concedió antes. Este viaje al epicentro de la filiación, de la relación más estrecha y elementar que puede ligar dos personas, remite manifiestamente a la exaltación de los afectos como una de las supremas riquezas del ser humano, leitmotiv capital de la estética sukoroviana.
Una alternativa lectura política, que sin embargo el director niega haber presidido a la hechura del film, también gravita sobre esta obra impar. Similarmente a lo que pasó con el «Día del Eclipse», entendida por sus compatriotas como una alegoría sobre las dificultades de la resistencia subjetiva al autoritarismo castrador, más que propiamente como un retablo existencial, igualmente hay quien interprete, en «Madre y Hijo», y a pesar de no contener una única línea de diálogo ideológica, una cristalina metáfora política sobre la situación actual de la Rusia: la tierra-madre, como orgullosamente le llaman hijos, pasa por un grave período de crisis, su identidad cuestionada, parece morirse. Sus descendientes, o sea, las nuevas generaciones, se enfrentan a la obligación de cariñarla, de llevarla en brazos, de continuar la gesta del país, el mayor del mundo en extensión, lo cual no pode ser irrelevante.
Técnicamente, la imagen aparece casi siempre alargada, dando paso a noveles maneras de ver el mundo, a la apertura de nuevos territorios en el horizonte de quien ve. Y de quien escucha: la música, tratada de forma fractal y reelaborada, casi indetectable, entreteje un ambiente sonoro absolutamente único que también contribuye para la obra de arte total, para el cinema en su estado de pureza y perfección.
Lo dejamos por aquí, reportándonos a lo que el propio Sokurov alerta: para el peso excesivo que pueden tener las grandes armaduras conceptuales, sus significados demasiado rebuscados y pesados: «La realidad no es siquiera la palabra del autor, más bien su obra, lo que está haciendo». Admirémosla, por lo tanto.

Alexandre Nunes de Oliveira
(Diário do Sul/Universitat Autònoma de Barcelona)

· Para información detallada sobre la filmografía de Alexander Sokurov, se recomienda:
http://sokurov.spb.ru/island_en/flm.html
http://www.imdb.con/name/nm0812546/




[1] - Partisano y poeta de la Revolución Bolchevique, años más tarde perseguido y arrinconado por Estaline. Ha vivido entre 1889 y 1951.
[2] - Como podemos comprobar a través de muchas de las obras recientes de realizadores como Lydia Bobrova, Andrey Zvyagintsev, Bakhtier Khudoinazarov, Alexei German Jr., Ilya Khrzhanovsky, Boris Khlebnikov, no Alexei Popogrebsky, en fin, toda una neófita y promisoria generación de cineastas rusos, que destacan por su sensibilidad humana e la apurada calidad visual. Lamentablemente, es un cinema poco exhibido comercialmente, y por lo tanto votado a un injustísimo desconocimiento.
[3] - Está basado en un libro de ficción científica escrito por los hermanos Boris y Arcady Strugatsky (que influenciaron también a Tarkovski, en especial Stalker y Solaris), Un Billón de Años Antes del Final del Mundo. Con este largo-metraje Alexander Sokurov debutó en el Festival de Berlín (1989), donde consiguió una mención de honor. La banda sonora original y la sonoplastía, respectivamente a cargo de Yuri Khanin y Vladimir Persov, han recibido premios en varios certámenes.
[4] - Rodado en los años de la Perestroika, este film obtuvo entonces mucho éxito junto del público ruso, habiendo acogido una recepción bastante más politizada, según la cual el protagonista sería un resistente víctima del totalitarismo político e la desaparición final da ciudad de provincia representaría el final de la opresión soviética. Esta dicotomía entre un simbolismo existencial trágico, por un lado, e la metáfora político-ideológica, por otra parte, resulta frecuente en la recepción crítica a las obras de Sokurov.
[5] - ‘LONGINO’, Tratado sobre no Sublime, IX, 2.

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