11deJulho

tendências, souvenirs, beijos esparcidos aos precipícios dessa coisa rugosa que muitos chamam amor, solilóquios, colóquios, provocações e invectivas, enfim, de tudo um pouco, daquilo que sou

Tuesday, March 20, 2007

Hermenéutica y Apología del Cinema de Alexander Sokurov

- VERSIÓN ACTUALIZADA MARZO 2007 -

Hermenéutica y Apología del Cinema de Alexander Sokurov

1. El silencio de los orígenes

Alexander Sokurov nació el 14 de Junio de 1951, en Podorvikha, un lugar lejano de la remota Siberia. Su pasión fundamental fue desde temprano la literatura, y cuando se mudó para Moscú, para licenciarse en Historia, llevaba la ilusión de poder un día trabajar en la radio, haciendo radionovelas. Afortunadamente para nosotros, que seguimos con deslumbramiento su obra, el cine se tornó en el camino que trilló.

Este director ruso nos legó hasta ahora películas intensas y singulares, plásticamente soberbias, en los cuales la fotografía atinge cromatismos improbables y aparece trabajada en maneras innovadoras y radicales, mediante la ayuda de filtros y distorsiones, con los cuales se logran efectos capaces de nos hacer ver el mundo de otro modo. La música, elemento también crucial en la estética de Sokurov, es tratada a través de fragmentos, mezclas y colages irreconocibles de sinfonías y otras piezas clásicas. Es un cine de pequeños detalles y grandes obras. Luminoso, pleno, perfecto.

Su primer largo-metraje, «La Voz Solitaria del Hombre» (Odinokiy golos cheloveka), data de 1978, correspondiendo al trabajo de final de carrera, que ha merecido la incomprensión de los responsables de la escuela moscovita, de tal forma que su exhibición fue prohibida y el film estuvo inclusivamente a punto de ser quemado. Quien lo haya visto podrá opinar, como nosotros, que esa pierda sería criminosa para la historia del cinema, una vez que, además de constituir un debut tremendo, ya contiene muchas de las líneas conductoras de la estética y del imaginario de este autor, entonces claramente influenciado por el maestro Andrei Tarkovsky, a quien de resto Sokurov no escondió una dedicatoria. El apoyo moral del autor de «Solaris» y «Stalker» habrá sido, en realidad, decisivo para que aquél, que era al tiempo su discípulo, no renunciara ante los óbices y el desprecio institucional. Sólo una década más tarde, con el giro político llevado a cabo por la Perestroika, el joven director siberiano pudo recuperar la obra, pasándola remasterizada en el emergente Festival de Locarno, en Suiza, donde recibiría el Gran Premio del Jurado, en la edición de 1987.


La Voz Solitaria del Hombre

Viendo a «La Voz Solitaria del Hombre», que está basado en textos del escritor Andrei Platonov[1], nos damos cuenta que se trata de un título programático. La humanidad tiene voz, produce discursos y textos, pero esa voz es solitaria, o si queremos silenciosa, porque dice al final tan poco, en la medida que su eco es demasiado corto, su alcance limitado, sus repercusiones diminutas en el tiempo y el espacio. La palabra, tal cual la acción antropoide en general, son efímeras, locales, inconsecuentes, en especial ante aquella Naturaleza inmensa que permanece estática y ajena - pero que sobretodo permanece - mientras al individuo humano no resta sino vivir absorto por la pasividad, o fustigado por la inquietud que se traduce en la búsqueda continuada de algo que nunca se encuentra (en la película, por ejemplo, hay personajes que nos hablan reconociendo que ya han muerto, lo cual subraya la inutilidad de la palabra – y de la acción), en fin, un vivir lapidado y dilapidado por la angustia, por el desespero, por la frustración, por la ausencia de un sentido real que modele y impulse la existencia.

2. Una tipología trágica: el humano aplastado por la naturaleza sosegada.

Empezó así el recorrido de éste que es uno de los directores más apreciados de la actualidad, debido a la radicalidad, originalidad y persistencia de su trabajo. De Tarkovski, asumida y principal influencia originaria, Sokurov ha recogido el interés o la fijación por temas metafísicos que afligen lo humano en su destino esencial, tal como una cierta psicología, profunda, inhóspita, transmitida a través de silencios, de miradas largas o bruscas, de gestos elocuentes, de palabras intangibles y enigmáticas. Y claro, esa presencia absoluta de la Naturaleza, hoy en día prerrogativa del cine ruso en general[2].

Para la gran parte de los europeos, de hecho, habituados a otras dimensiones espaciales y demográficas, será difícil imaginar lo que son esas enormes extensiones de tierra: campos y planicies interminables, longas cordilleras repletas de densa vegetación, amplias zonas desiertas y insalubres. Seguramente en ese aspecto la cultura rusa puede desarrollar una noción particular de la relación entre lo humano y la Naturaleza o el Cosmos: delante de esos escenarios naturales vastos y imperturbables, la infimidad del individuo, e incluso la volatilidad de la propia comunidad humana, aparecen como algo pasajero y irrisorio, inerme presencia antropológica a que esa misma Naturaleza, serena la mayor parte de las veces, violenta cuando así ocurre, se preserva y permanece en total indiferencia.

Día del Eclipse


Quizás la más grande evidencia de esa visión en el cine de Sokurov es el final del «Día del Eclipse» (Dni zatmeniya, de 1988)[3]: un plano fijo que se sostiene por varios minutos, con aquel amarillo tórrido y un poco enfermizo que domina toda la obra. En medio del paisaje árido y desertificado, basto de rocas y piedras arenosas, se esconde aquella mediana y mediocre ciudad donde al final nada de especial ocurre o acaece, como un reflejo de que la vida humana no tiene realmente tanta importancia relativamente al mundo como tal. Esa población, lentamente, y bajo el mismo plano fijo, se torna cada vez más difusa, desenfocada, hasta el momento en que finalmente desaparece por completo, al paso que ningún elemento natural, ni siquiera el cielo vagamente nublado, haya presentado alguna señal del más leve cambio. Ese fue el verdadero eclipse, el desaparecimiento, por defecto, por inútil, de la presencia del Hombre: su acción es innocua e insignificante. Sólo la Naturaleza se mantiene, sólo ella perdura[4].

En estas primeras obras de Sokurov otra constante es la figura de un médico como uno de los personajes principales. El médico representa hoy un cierto espíritu de victoria de la humanidad sobre el reino microbiológico. La forma como la medicina avanzó en los últimos doscientos años está coronada de éxito. Innumerables enfermedades fueron controladas, siendo impacto de eso la reducción drástica de la mortandad infantil y el aumento global de la esperanza de vida. Los médicos de Sokurov, sin embargo, son muy diferentes. No tienen hospitales ni laboratorios, prácticamente ya abdicaron de sus instrumentos, de sus fármacos, de sus manuales, se limitan a vaguear solitarios por un mundo donde no encuentran lugar, cargando el fardo de su propia existencia carente de un sentido que sea claro. Es más: no consiguen salvar nunca a nadie, ni a sus propios familiares. Los personajes a quien asisten acabarán muriéndose, ante la impotencia de la mirada clínica que solamente puede anticipar esa misma muerte, como si lo único que pudiera verificar fuera su pungente inevitabilidad. La finitud de lo humano queda expuesta, incluso – o sobremanera – a través del fracaso concluyente de este dominio en que la evolución técnica es tan brillante y certera. Estamos en el plano de lo trágico: el ser humano no puede desafiar a la muerte, ni la fuerza implacable de la Naturaleza y de su congénito aliado - el Tiempo.

3. Cronotopia, o el lugar del Tiempo.

Sokurov atribuye, en efecto, notable importancia al tiempo. Entendido en múltiplas acepciones, esta categoría juega en su cinema y en su terminología un papel clave y crucial. El tiempo respecta primero a la duración de la película, que es la obra, y en ese aspecto es susceptible de sufrir alguna manipulación por parte del director – o al menos la posibilidad y los intentos de hacerlo cumplen el papel de un desafío, un reto artístico de primera grandeza. El realizador ruso es consciente de haber sido con «El Arca Rusa» (Ruski Kovcheg, 2002) que llevó ese esfuerzo más lejos hasta el momento. El riesgo asumido de grabar un largo-metraje de hora y media, en un único plano, sin cualquier corte o montaje, podría incluso no parecer tan vertiginoso si fuera un film intimista, con pocos recursos escénicos y humanos, como es el caso de «Madre y Hijo». Sería como filmar una pieza de teatro. Pero «El Arca Rusa» implicó más de 2000 actores y figurantes. Ha sido ensayada meticulosamente durante seis meses y finalmente rodada en el día 23 de diciembre de 2001, recorriendo 33 salas y galerías del Museo Hermitage, sirviéndole de auténtico billete postal, o de visita guiada. El resultado es un film cargado de una potente atmósfera onírica y de un aparato performático impresionante. Recordemos, a título de ejemplo, la faustosa escena del baile, en la cual toca efectivamente en directo la Orquesta del Teatro Kirov, también de San Petersburgo, dirigida por el gran maestro Valeri Gergiev, o, ya hacia el final, la de la majestuosa Escalera, espectacular, donde vamos escuchando voyeurísticamente las conversaciones de varios aristócratas urbanos y de provincia, mientras la cámara baja siguiendo una harmoniosa cadencia hasta la salida del edificio.


El Arca Rusa

En El Arca Rusa, de hecho, la cámara avanza prácticamente siempre al mismo ritmo, ofreciendo a quien la ve ese sereno compaso de un tiempo sustancial, ontológico, que transcurre de forma absolutamente esencial a cada segundo, siempre presente. El espectador lúcido no puede evitar la inquietud de pensar lo que podría pasar si alguna cosa hubiera andado mal - pues tendría que empezarse a filmar de nuevo desde el inicio. Entonces, el tiempo es el protagonista total de la obra, incluso porque lo que podemos llamar ‘acción’ (en este contexto gana un significado bastante peculiar) transcurre varios siglos, haciendo desfilar los czares, los conspiradores políticos, los grandes escritores y músicos, a través de avances y vueltas atrás - que empero escapan al entendimiento de quien sea menos avisado sobre las incidencias de la historia rusa.

4. La conexión heideggeriana: la literatura y las funciones del arte.

Pensará el oyente que por la relevancia de los motivos del tiempo y de la Naturaleza o Cosmos en la estética sukoroviana, se presentan por deslindar posibles articulaciones entre su cinema y el pensamiento de un Martin Heidegger, por ejemplo. Afloramos esta perspectiva en función del apelo de la Naturaleza, o de la tierra, tan manifiesto en la segunda fase del pensador de la Selva Negra, y también de su apreciación del tiempo en cuanto vector estructurante y soportador de la realidad ontológica, desde el proyecto abandonado de Sein und Zeit.

Otros planos, aún así, podrían legitimar o fecundar este acercamiento. Uno de ellos, salientemente, es la dedicación respecto a la literatura, entendida como el arte primigenio y axial, fuente de la cual necesariamente manan todas las otras artes y incluso las formas culturales. Pese a que todo apunte para una divergencia no del todo insignificante: Heidegger se refiere claramente a la poesía, al poema como gesto fundador de la palabra y de la propia existencia, mientras que Sokurov prefiere sin lugar a dudas la integridad de la novela en prosa, en su calidad de documento sobre la espiritualidad y la psicología íntima, al mismo tiempo como naciente que aporta y penetra toda la civilización y, claro, todo el arte.

Por fin, otro punto de contacto seria el valor atribuido a la pertenencia a una comunidad, al proceso histórico, al arraigamiento en una tradición cultural y artística, como algo en que estamos inscritos y que hace parte indeleble de nuestro patrimonio onto y filogenético. Cuando de su presencia aquí en Barcelona, para el I CICEC, hace dos años, Sokurov habló profusamente de esa necesaria inmersión identitaria, tal cual del deber ético, político, social y pedagógico a que el arte ha de atender respecto a la cultura de cada país y de cada pueblo, una función que no deja, hoy en día, de ser patentemente resistencia contra la globalización expropiadora – y, diría Heidegger, desenraizadora -, tal cual contra la decadencia propagada por los medios de comunicación social y favorecida o sancionada por la clase política moralmente inepta. El arte, el grande arte, que existe desde siempre en sus más robustos fundamentos, no prescinde, no obstante, de la libertad del criador, de su marca autoral y singular. El artista se sitúa por tanto precisamente en esa encrucijada compleja entre la indispensable formación técnica de los medios y en el dominio de las herramientas artísticas, el talento y la creatividad, el conocimiento profundo de las letras, de la historia y de la estética, pero a la vez el compromiso hacia los valores que el director ruso apellida de humanísticos, a la función moralmente edificante y enriquecedora que subyace al propio arte[5].

5. Los momentos sublimes: Madre e Hijo, El Sol.

El cineasta ruso se defiende bien bajo este ángulo. La idea de que los ideales del arte deben ser hondos y estar a la altura de esa responsabilidad de erigir valores fecundos para la espiritualidad humana es realmente antigua. La encontramos, categóricamente, en el Tratado sobre lo Sublime, redactado en el siglo I d.C., atribuido a Dionisio Longino (Pseudolongino), y donde se puede leer que «lo Sublime es el eco de un espíritu noble»[6]. Recurre como una vena todo este escrito la noción que lo sublime, meseta o rellano más excelso del arte, no es posible lograrse solamente por intermedio de expedientes técnicos o destrezas de estilo. Aún que estos sean necesarios, son todavía más fundamentales la riqueza espiritual y una estatura moral caracterizada por pensamientos elevados y sentimientos incólumes. Porque es trasfondo decisivo del arte su función moral y pedagógica, socialmente edificante, pero al mismo tiempo su valía no se puede realizar ni cumplir sin el talento creativo del autor, la entrega vívida de su heurística y incluso de su personalidad empeñada.

Siguiendo este orden de ideas, parece ser aviso unánime, hasta ahora, que Sokurov ha cuñado su obra prima con «Madre e Hijo» (Mat i Syn, 1997). Visualmente admirable, es una película que no llega a tener hora y media de duración, con un ritmo sereno y apaciguador, que convoca la complicidad interior del espectador. La Naturaleza vuelve a aparecer espléndida, en su calma inquebrantable, en su superior permanencia, en los umbrales de lo sublime y de lo trascendente.


Madre e Hijo

La acción ocurre en un lugar aislado, repleto de esa fuerza ubicua de la Naturaleza intacta, donde hay tan sólo una pequeña casa y algunos caminos de tierra batida como precarias presencias hominales. Los dos protagonistas son una madre enferma, moribunda, y su hijo que se encarga de cuidarla con todo el celo y dedicación. En una inversión de papeles, aquí es el hijo que transporta en brazos a su madre, retribución de un amor, y del origen de la vida, que la progenitora le concedió antes. Este viaje al epicentro de la filiación, de la relación más estrecha y elementar que puede ligar dos personas, remite manifiestamente a la exaltación de los afectos como una de las supremas riquezas del ser humano, leitmotiv capital de la estética sukoroviana.

Una alternativa lectura política (que sin embargo el director niega haber presidido a la hechura del film), también gravita sobre esta obra impar. Similarmente a lo que pasó con el «Día del Eclipse», entendida por sus compatriotas como una alegoría sobre las dificultades de la resistencia subjetiva al autoritarismo castrador, más que propiamente como un retablo existencial, igualmente hay quien interprete, en «Madre y Hijo», y a pesar de no contener una única línea de diálogo ideológico, una cristalina metáfora política sobre la situación contemporánea de Rusia: La tierra-madre, como orgullosamente le llaman sus hijos, pasa por un grave período de crisis, su identidad cuestionada, parece morirse. Sus descendientes, o sea, las nuevas generaciones, se enfrentan a la obligación de cariñarla, a la obligación y al deber de llevarla en brazos, de continuar la gesta del país, el mayor del mundo en extensión, lo cual no puede ser irrelevante.

Técnicamente, la imagen aparece casi siempre alargada, dando paso a noveles maneras de ver el mundo, a la apertura de nuevos territorios en el horizonte de quien ve. Y de quien escucha: la música, tratada de forma fractal y reelaborada, casi indetectable, entreteje un ambiente sonoro absolutamente único que también contribuye para la obra de arte total, para el cinema en su estado de pureza y perfección.

Sin embargo, otra gran obra ha lucido recientemente de la producción sokuroviana, y que puede rivalizar con «Madre e Hijo» en la disputa de obra más elaborada y profunda de este director. Se trata de «El Sol» (Solntse, 2005), continuación de la trilogía de los dictadores, de esta vez enfocada en el retrato del Emperador japonés Hirohito durante la rendición de su país a Estados Unidos en el final de la II Guerra Mundial, o sea, en un momento de suprema angustia personal y para el país del cual era el máximo líder, gozando de una autoridad incuestionable y de un prestigio vecino al divino. La película concluye la trilogia sobre la perversidad del poder y sus mecanismos psicológicos, en la secuencia de «Moloch» (1999, sobre Adolf Hitler) e «Taurus» («Telets», 2001, sobre Lenin e Stalin), siendo simultáneamente también el mejor e el más completo de los tres filmes del ciclo.


El Sol

«El Sol» no se abstraye de exhibir la capitulación bajo un prisma militar - las escenas del bombardeo nocturno, en que los aviones parecen pájaros, y del Imperador circulando en coche por su capital totalmente arrasada son dos momentos antológicos para el séptimo arte.... Pero la énfasis recae particularmente sobre la figura de Hirohito, en el confronto entre su intimidad y su papel político de líder de una nación arrasada por una guerra cruel. La intensidad dramática es asombrosa, contando con un memorable desempeño de Issei Ogata, en el papel del Emperador, y al nivel plástico es una obra contundente, rotunda, con atmósferas sombrías largamente bien conseguidas y con increíbles secuencias de recorte onírico, como las dos que hemos citado. Aunque a la vez sean declaradamente catastrofistas, o precisamente por ello, por el retrato negro de la ciudad en ruinas, en que se enseñan en que se enseñan las agruras de la guerra y pequeñez (física y moral) del ser humano, es una película visualmente sublime, sin duda una obra prima absoluta.

Más habría que decir, pero lo dejamos aquí, reportándonos a lo que el propio Sokurov alerta: para el peso excesivo que pueden tener las grandes armaduras conceptuales, sus significados demasiado rebuscados y pesados: «La realidad no es siquiera la palabra del autor, más bien su obra, lo que está haciendo». Admirémosla, por lo tanto.

Alexandre Nunes de Oliveira

(Universitat Autònoma de Barcelona, becario FCT-MCT)


[1] - Partisano y poeta de la Revolución Bolchevique, años más tarde perseguido y arrinconado por Estaline. Ha vivido entre 1889 y 1951.

[2] - Como podemos comprobar a través de muchas de las obras recientes de realizadores como Lydia Bobrova, Andrey Zvyagintsev, Bakhtier Khudoinazarov, Alexei German Jr., Ilya Khrzhanovsky, Boris Khlebnikov, no Alexei Popogrebsky, en fin, toda una neófita y promisoria generación de cineastas rusos, que destacan por su sensibilidad humana e la apurada calidad visual. Lamentablemente, es un cinema poco exhibido comercialmente, y por lo tanto votado a un injustísimo desconocimiento.

[3] - Está basado en un libro de ficción científica escrito por los hermanos Boris y Arcady Strugatsky (que influenciaron también a Tarkovski, en especial Stalker y Solaris), Un Billón de Años Antes del Final del Mundo. Con este largo-metraje Alexander Sokurov debutó en el Festival de Berlín (1989), donde consiguió una mención de honor. La banda sonora original y la sonoplastía, respectivamente a cargo de Yuri Khanin y Vladimir Persov, han recibido premios en varios certámenes.

[4] - Rodado en los años de la Perestroika, este film obtuvo entonces mucho éxito junto del público ruso, habiendo acogido una recepción bastante más politizada, según la cual el protagonista sería un resistente víctima del totalitarismo político e la desaparición final de la ciudad de provincia representaría el final de la opresión soviética. Esta dicotomía entre un simbolismo existencial trágico, por un lado, e la metáfora político-ideológica, por otra parte, ha pautado en más ocasiones la recepción crítica a las obras de Sokurov.

[5] - En todo este párrafo, nos referimos a opiniones expresadas por el propio autor en sus presentaciones durante el I CICEC, en la primavera del 2005.

[6] - ‘LONGINO’, Tratado sobre no Sublime, IX, 2.

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