Memoria de la Tesina (para la suficiencia investigadora)
El trabajo de investigación – vulgo la tesina – fue terminado y presentado por mí en primicias del pasado septiembre, llevando por título Europa hoy – el fin de la posmodernidad y el regreso de las utopías. Lecturas de Gianni Vattimo y otros.
Mi objetivo inicial hubiera sido trazar las coordinadas sobre el estado o situación del debate en torno la posmodernidad hoy en Europa, por intermedio de las lecturas de autores como Gianni Vattimo y Zygmunt Bauman, quienes, en las últimas dos décadas del pretérito siglo han figurado entre los principales exponentes de la polémica posmoderna en nuestro continente. Precisamente, al tiempo en que empezábamos nuestra investigación, Vattimo y Bauman acababan de publicar cada uno obras que presentaban en portada la palabra Europa: respectivamente Il Socialismo ossia l’Europa[1] y Europe: an unfinished adventure[2]. Pero en lugar de iluminarnos sobre nuestra demanda, ambos libros nos han conducido a una imprevista perplejidad: las referencias a la posmodernidad han súbitamente desaparecido de las páginas de estos pensadores. En su lugar, como tema principal y conductor, se halla ahora solamente – a Europa, sin más.
Hubo por lo tanto un cambio de perspectiva, una inflexión saliente en la filosofía durante la transición al siglo que despunta. Una mirada más ancha sobre el panorama de la producción intelectual europea contemporánea nos confirma este inciso: la condición posmoderna, tan en boga los años 80 y 90, ha llegado a un estancamiento; en su lugar han emergido la reflexión y la discusión sobre Europa – su historia, su destino, su identidad o esencia abierta y aventurera, su acaparadora unidad de la diferencia, la urgencia de su constitución como sujeto político unitario y su papel geopolítico a favor del desarrollo integrado y de la difusión de la democracia en el mundo. Europa constituye, en efecto, el tema medular del momento, preponderando en las agendas filosóficas, de ciencias sociales, humanidades, politología y afines.
Ante el sufrido silencio de los autores que antes se afanaban en la cosecha posmoderna, nos hemos visto forzados a entrever los motivos para su estagnación tomando sugerencias de terceros, más proclives al proyecto de las luces que a su negación, como sean Jürgen Habermas o Umberto Eco. Ellos nos han proporcionado utilísimas pistas sobre el impás y la inefectividad a que arribó el pensamiento posmoderno, abismo al cual este movimiento se precipitó, por sí mismo, debido a sus ambigüedades polisémicas, la dispersión lingüística y conceptual, la ironía como sistema y el esfuerzo deliberado de deslegitimación que en el límite condujo a su implosión.
No obstante, pudimos a partir de las disidencias de Bauman y Vattimo interpretar un motivo complementar para la falencia del posmodernismo, a saber: que las circunstancias políticas que rigen el planeta se han modificado y por lo tanto, han desaparecido aquellas condiciones en las cuales el posmodernismo encontró un suelo fecundo para su florecimiento. De igual manera, faz a las nuevas vicisitudes y su coyuntura, el pensamiento débil y sus derivaciones ya no plantean soluciones aptas o válidas, han perdido su notoriedad y pertinencia, destacadamente en el campo de lo político.
A pesar del temor de la amenaza nuclear, nunca concretizada, durante el medio siglo que duró la guerra fría Occidente ha podido gozar un período de estabilidad y prosperidad, en el cual la discusión posmoderna ha cumplido su función de criticar los excesos de la razón, abrir las miradas y los horizontes de la sociedad hacia los problemas de las minorías y de los colectivos marginados, dejando a la vez terreno a los intelectuales para involucrarse en amenas discusiones sobre la hipotética muerte del arte.
Pero acto seguido a la caída del muro de Berlín, Estados Unidos han intensificado su poderío militar sobre el planeta, además expandiendo el sistema económico que perfilan, el capitalismo – proceso comúnmente designado por globalización. En pocos años, este transcurso ha tenido consecuencias perniciosas que los filósofos de nuestro tiempo, no sin cierta influencia o inspiración de izquierdas – denuncian con aspereza y desencanto: la degradación medioambiental, la intensificación de la explotación de los recursos del tercer mundo por Occidente, sobretodo por la superpotencia norteamericana, el incremento del foso entre ricos y pobres, sea entre naciones, sea entre capas sociales adentro del mismo país, en fin, la proliferación del descontento y de conflictos en varios puntos del globo.
El nuevo milenio se inauguró prácticamente con sucesos reveladores de este disentimiento - los atentados del 11 de septiembre del 2001, cúspide del terrorismo, un fenómeno que no puede desligarse del mal estar sentido en el tercer mundo respecto a los países más desarrollados. Pero en lugar de sedimentar la paz mediante la erradicación de los desequilibrios que potencian la violencia, EEUU – con el concurso oportunista de algunos líderes europeos – han embarcado en una odisea belicista de lucha contra el terror, a veces más imaginario que real. Los resultados están a vista: las crisis en Irak y Afganistán se arrastran indefinidamente y Europa ha sido por fin también víctima de actos terroristas, pese a que algunos jefes de gobierno pregonaban evitarlos con medidas anticipatorias que se probaron equivocadas y nefastas.
El mundo atraviesa por lo tanto un período crítico – que autores como Todorov apellidan de nuevo desorden mundial[3]– y los intelectuales, sobretodo de nuestro continente, sienten la responsabilidad de denunciar los problemas y meditar sobre posibles soluciones. La más defendida es la idea de que Europa puede y debe ejercer en las relaciones internacionales un rol de importante mediadora diplomática, incentivando a la resolución de conflictos por medios pacíficos, por la negociación y la persuasión, sin recurso a las armas, actuando ecuménicamente a favor de la justicia y de la democracia. Es la propuesta de una potencia tranquila[4], que orienta su acción más por el modelo de la paz perpetua kantiana que por los criterios licantrópicos hobbesianos, como concientemente dibujan EEUU su política exterior[5].
Como resulta evidente, esta prospectiva apasionadamente europeísta implica un cierto retorno a los parámetros de la Ilustración, al pensamiento utópico que modeló sus ideologías y a un discurso euro-centrípeto - contra los cuales precisamente se había erigido el posmodernismo lyotardiano. Sin embargo, por cuanto a Europa se otorgue un tal cometido de gran pacificador y democratizador universal, la verdad es que no aparece en condiciones de poder protagonizarlo: las divisiones internas que la plagan y la parca habilidad o calificación de la clase política sellan su ineptitud. Europa ha de avanzar en su federalismo, crear una fuerza militar centralizada y disponer de una política exterior unificada para poder jugar en el mundo el papel que se le exige.
Pero hay más: para que la UE sea la genuina portadora de los valores de la modernidad – racionalidad, justicia, libertad, laicismo y tolerancia – primero debe garantizarlos y cultivarlos en su propio recinto, corriendo el riesgo de no parecer un actor creíble y dotado de legitimidad. Europa padece un agudo déficit democrático y es urgente cambiar esa situación, reclaman Vattimo, Bauman, Habermas y los demás. No puede que la Unión conste de una mera arquitectura burotecnocrática que decide las cuotas de la leche o las dimensiones del lavabo, impartiendo una legislación neoliberal subordinada a la presión y a los caprichos de las multinacionales. Contrariamente, para ser una reserva axiológica y un modelo para el mundo, fiel al legado de la Ilustración y a la aspiración hacia una democracia global, la UE ha de estar primero y neurálgicamente hermanada con el destino de sus ciudadanos y promover la participación democrática, dar voz y receptividad al espacio público, basarse, suportar y promoverse en el sentimiento, los anhelos y el pulsar de la sociedad civil.
A cumplirlo, Europa devendrá un proyecto con una dimensión y un alcance verdaderamente emancipatorios: una magna oportunidad para la mejoría de las condiciones de vida de toda la humanidad y para la transformación cualitativa del mundo - constituyéndose como un programa para el perfeccionamiento de las relaciones internacionales, para la sutura de los problemas y las heridas que corroen el planeta actualmente, y, al final, incluso para la ampliación de los horizontes ontológicos del ser humano y de su existencia. Como confiesa al respecto el también italiano Toni Negri: «Si noi vogliamo l’Europa, non possiamo volerla come un nuovo Stato o peggio come una nuova nazione. Possiamo vederla solo come una macchina di produzione di soggettività, come un programma di liberazione che trova nell’Europa il suo spazio adeguato [...]. È l’Europa invece uno spazio adeguato alla realizzazione dell’utopia?
Io sono convinto che si.»[6]. Es una idea que subscribirán muchos de los principales pensadores de la actualidad.
[1] - (Torino, Trauben, 2004).
[2] - (Cambridge: Polity Press, 2004).
[3] - Evocamos el título de un influyente ensayo de este autor de origen búlgaro: Tzvetan TODOROV, Le Nouveau Désordre Mondial. Réflexions d’un européen (Ed. Robert Laffont / Susanna Lea Ass., Paris 2003).
[4] - Otro término feliz de Todorov que ha logrado repercusión.
[5] - Recordamos la posición de Robert Kagan, asumido ideólogo neocon. Cf. R. KAGAN, «Power and Weakness», in Policy Review, nº 113, June-July 2002, Hoover Institution, Stanford (EUA). Versión online: http://www.hoover.org/publications/policyreview/3460246.html. Fue objeto de crítica por diversos autores europeos.
[6] - In Antonio NEGRI, L’Europa e l’impero: riflessioni su un processo costituente, Roma: Manifestolibri, 2003, p. 111.