11deJulho

tendências, souvenirs, beijos esparcidos aos precipícios dessa coisa rugosa que muitos chamam amor, solilóquios, colóquios, provocações e invectivas, enfim, de tudo um pouco, daquilo que sou

Friday, December 14, 2007

Arte, Tierra y Mundo (V)

IV – Entre Tierra y Mundo – El arte como hermenéutica del conflicto

«Tierra que somos en la Tierra»,

- José Saramago, in Memorial del Convento

El tercero y final aspecto en torno del cual pretendemos dirigir nuestro estudio sobre El Origen del Obra de Arte y la Esencia de la Poesía, concierne a la relación que el arte consuma entre Tierra y Mundo, relación que, como veremos, se caracteriza por el desafío y el embate. Llegados a este lugar, sin embargo, no nos podemos eximir del indispensable menester que es acercarnos a explicitar estas dos figuras irrechazables del pensamiento heideggariano. Y nada mejor para el efecto que coger, una y otra vez, la inspiración dilecta de Hölderlin. Citaremos, más exactamente, un extracto donde el vate sudalemán nos introduce a la relación primordial que atiene el hombre con el lenguaje y con la tierra:

«Pero el hombre habita en cabañas y se cubre con pudoroso ropaje, pues es más íntimo y también más cuidadoso, y su idea es que debe preservar el espíritu como la sacerdotisa la llama sagrada. Y por eso le ha sido dado el libre albedrío y un poder superior para mandar y llevar a cabo lo semejante a los dioses; por eso le ha sido dado al hombre el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que creando, destruyendo y sucumbiendo y regresando a la eterna madre y maestra, dé fe de lo que é es: haber heredado y aprendido de ella lo más divino, el amor que todo sostiene» (IV, 246)[1].

Hölderlin enumera aquí los pasos ascensionales del proceso gradual de hominización, transmitiéndonos, no obstante, poéticamente, como ha decorrido en permanente contacto y en directa descendencia hacia los dioses[2]. Los humanos, a la medida que se fueron tornando gregarios y sedentarios, han accedido concomitantemente al entendimiento y al libre albedrío, siguiéndose de aquí a las más diversas producciones de la esfera cultural y al arraigamiento de la tradición. Ha surgido antaño el motor-motivo del lenguaje: el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que creando, destruyendo y sucumbiendo y regresando a la eterna madre y maestra, dé fe de lo que é es: haber heredado y aprendido de ella lo más divino, el amor que todo sostiene» (IV, 246)[3].

El hombre ha sido, por tanto, investido de lenguaje, para que pudiera expresarse, actuar y dar fe, i.e., testimonio, de aquello que es. Esto indica que lo humano se manifiesta por intermedio del lenguaje, da cuenta y evidencia de su ex-sistencia, de su vivencia cultural y de su acción colectiva, asumiendo, a la vez, como suyo, como siendo eso, esos mismos testimonios, esas huellas de su pasaje, siempre efímera, en el claro del tiempo. El privilegio de lo humano relativamente a los demás entes, además, se agita de su capacidad en percibir y reconocer que es y que existe, de poder cuestionar su existencia y el existir en general, que el lenguaje y la discursividad le facultan. Dar fe, o testificar, corresponde a trazar vestigios históricos, a delimitar territorios, a erigir modos de vida. Tales testimonios no son un sencillo reflejo o consecuencia secundaria de la acción temporal, son ellos mismos ya esa acción temporal que perdura como marco de su pasaje, de la trayectoria de su existir, por lo cual, se levantan como constitutivos de la propia existencia humana.

Más hondamente, lo que lo humano debe atestiguar y asumir es su condición de terrestre, de pertenencia a la tierra. Todas las modalidades de la existencia antropológica, en su panoplia de variedad y variaciones histórico-culturales, son impresiones y expresiones del habitar la tierra, trazados y improntas de su habitación. Es en la tierra que lo humano edifica los pilares de sus cabañas y casas, es de ella que aprende a retirar, creando y destruyendo, lo que necesita para vivir – a través, iteramos, de la acción de su tecnh, desvelamiento que transporta, haz de-venir a lo presente nuevos entes a partir de las materias naturales (entes también) que la tierra le provee. Por esa razón es la tierra llamada eterna madre y maestra – como lo era, justamente Gea (o Gaia - Gaia), la suma fecundidad auto-engendradora, vientre de todos los dioses y fuerzas cósmicas[4], feraz amor que todo lo sostiene. ¿O no amará, amamantará y abrigará una madre a sus hijos ? – a los cuales, empero, devorará el inevitable Cronos (KronoV), en la irresistible voracidad del tiempo que es. La tierra, realmente, se desvela ella propia a los hombres, así les enseñando la verdad. Pero nunca totalmente.

Rescatemos, de Heidegger, una cita saliente y útil en el presente contexto: «esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy tempranamente fusiV. Ésta ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge»[5]. Cual dádiva de la lírica hölderliniana, la Tierra se asume como una de las configuraciones del Ser heideggeriano. Más vasto que cualquier ente, que el ente en su vastísima totalidad, máxima entidad universal y trascendente, el Ser, en cuanto Tierra y Naturaleza, consta del sustentáculo y garante de todas las existencias, horizonte amplio de posibilidades, fondo de reserva y fundamento de virtualidades. «La tierra es la entrañante (la que porta) que construye, la que fructifica alimentando, abrigando aguas y roquedos, vegetales y animales»[6] - nos atestigua ya el Heidegger mito-poético de La Cosa – siendo igualmente el naturalizar constante, el irrefrenable brotar y desabrochar de la fisiV[7], flujo y devenir, desocultación perpetua en la cual se consuman y consumen las cosas, que tributa ser a los entes, pero sin extinguirse jamás en tal proceso, y sin que ningún ente acceda a ser el Ser – lo cual, además, se esconde y abriga, como heraclitianamente le gusta hacer, de tras de la manifestación óntica que soporta. Amorosamente, también, si le hacemos caso al poeta favorito de Heidegger.

Tal desvelamiento (alhqeia-verdad), en continua prosecución, obra abierta, magistral poiética del ser, se da en el tiempo, tal vez constituya el propio tiempo, que así es Ser también. Ora, es a este desencubrir continuado, que se propicia y ocurre en el plano de la temporalidad, que el humano es convidado a participar. Ya lo decimos antes: el hombre entra en el juego de la poiesis inagotable del Ser, por intermedio de la acción histórica, aportando nuevos aspectos y modelos a las cosas que la naturaleza le presenta. Al hombre, se insta a participar e intervenir, como inter-locutor e intérprete de la instancia ontológica. Y por ese motivo es, lo humano, el (exist-)ente privilegiado, porque posee la aptitud para cuestionar y comprender el Ser, además de la facultad para proseguir la dinámica onto-poiética del real, como acción historial, en la cual se inscribe su ser-ahí (Da-sein), presintiendo y reconociendo, además, la riqueza y el abasto de este proceso de desocultamiento.

Sintetizando, pues, el enunciado de Hölderlin, el lenguaje nos ha sido entregado y confiado para que, en el ciclo de creación-destrucción, y a través de la rueda viva de la acción técnico-histórica, como desocultar de la verdad del ser, prestemos testimonio de lo que somos y de lo que hemos heredado de la tierra dadora y protectora. El lenguaje se vislumbra, por tanto, como don, que se da a los humanos ex-sistentes en el claror del ser, como revelación o epifanía, pero que pronto se convierte en una responsabilidad para sus destinatarios, que deben celar por la eclosión y reclusión del ser, (también) hecha de lenguaje. El Da-sein humano puede y debe así cumplir, en su destino historial, ser cronista y testigo del Ser que le apela, de donde deriva que la historia de la Humanidad es a la vez historia del Ser – retomando la medida helénica de la palabra historia, como pregunta y procura, que se realiza por el ser. Recurriendo, además a la etimología germánica, completamos esta idea caracterizando igualmente la historia como destinación al ser[8]. "Destino" pierde aquí su carga trágica, no consistiendo en la fatalidad determinista, la fuerza brutal que arrastra a los mortales en su paso ineluctable. De otra suerte, la destinación histórica del ser-ahí antropológico hacia el ser es, notoriamente, libre encaminamiento, feliz ir al encuentro, en la claridad del claro del ser. Así se clarifica, análogamente, que «el ser testigo de la pertenencia de lo ente en su totalidad ocurre como historia. Pero a fin de que la historia sea posible, al hombre le ha sido dado el lenguaje. El lenguaje es un bien del hombre»[9].

En este ámbito, así pertrechado del lenguaje, lo humano perpetra la historia y el mundo, inscribe y escribe su acción en los meandros de la verdad ontológica, de la cual también es sembrador y labrador. Entre los modos de este cultivar antrópico, contamos las acciones históricas, técnicas, artísticas y mundanas. Los mundos – o sea, las mundi-vivencias y mundi-videncias, las sociedades y sus axiologías, las culturas y las civilizaciones -, asoman como largos horizontes de significación que prestan forma y savia a nuestras prácticas y vidas. Así leemos que:

«Un mundo no es una mera agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace mundo. [...] Desde el momento en que mundo se abre, todas las cosas reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía o proximidad, de amplitud o estrechez.»[10]

Atribuyendo valores, reglas, sentidos a los entes y a los sucesos, los mundos suministran forma a la realidad, fornecen realidad a las cosas, las aducen al teatro de lo existente, fundando su ser, dado que le plantean constancia y regularidad. Esto ocurre de un modo firme, pero nunca absoluto – aunque a menudo se pueda ser víctima de semejante tentación o ilusión. Pero tal no podría ser, si sólo el ser por si mismo es la suprema universalidad. El ser que se abre a través de la inauguración de un mundo, es, exactamente, una (y no la) apertura al ser, una entre tantas como las que el lenguaje humano suscite. Cada mundo constituye una perspectiva – a la escala del universo, siempre parcelar y siempre fugaz -, sobre ese ser. Por eso los mundos históricos se transforman, alteran, alternan y altercan, en vicisitudes temporales, al final, también de esta manera acompañando al devenir ontológico que les sirve de prototipo y regla, y del cual participan. Fundar el ser significa, empero, fundar una dada interpretación historial del ser, promover y fijar una determinada configuración al ser, espacio-temporalmente localizada y circunscrita, ofertando, al ser que nos ofertó el ser, una morada, provisoria, epocal. Luego, procede que la condición humana es necesariamente hermenéutica.

Consultemos otra vez la palabra redactada: «el mundo es la abierta apertura de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo»[11]. Asumamos pues que los mundos irrumpen y se erigen en la tierra, desde la tierra, a ella conservando una ligación, podríamos arriesgar, umbilical, de persistente contacto. Un mundo resulta de la adaptación y apropiación historial de un pueblo - que en ese mismo mundo halla su ser – a un terreno o territorio, al manantial de sus materias y ofrendas, de su disponibilidad natural. A través de la acción que los humanos despliegan sobre esa tierra – que la tierra es su tierra -, edifican sus casas, abastecen sus vidas, desarrollan sus ritos, instituciones y códigos. Los mundos son parte constituyente del ser de los hombres, fundan, por medio del lenguaje, la apertura y el claro donde el ser viene a residir, histórica y geográficamente situados, que un pueblo es habitando la tierra, siempre y renovadamente como inquietud, cuestionamiento y inscripción, dádiva y deposición al ser.

Por consecuencia, los mundos son expresiones y realizaciones del habitar terreno[12] por parte de los humanos. Ese habitar no siempre es idílico, pacífico o jubiloso: cuantas veces se ha de surcar y rasgar la tierra en busca de alimentos y otros recursos - arrancar las plantas, matar los animales, obstruir las aguas -, para salvaguardar nuestra misma subsistencia. La naturaleza, dinámica, es ella misma a menudo voraz, hostil, violenta, y, como nos alertó Hölderlin, el destruir se cifra como el reverso inalienable del crear. Cuantas veces ni siquiera es necesario, pero se lo hace igualmente. Y así seguimos el rastro: «pero la relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en la vacía unidad de opuestos, que no tienen nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno»[13]. En suma, el mundo de los hombres propende a afirmarse sobre la tierra de la cual proviene – y de la cual, en rigor, jamás se desprende – por lo cual la relación entre ambas instancias no siempre es harmónica, mas bien suele pautarse por el litigio, la dilemática, la controversia. El combate y el conflicto, acaecen, ende, entre tierra y mundo.

Pues bien, si la condición terrestre y mundana del hombre es la de intérprete del ser, y acontece primordialmente en el lenguaje, tal condición es siempre-ya hermenéutica. Arremetamos por esta pista: todas las actividades humanas que se hacen o cumplen como mundo y histórica destinación al ser son estructuralmente hermenéuticas, y así componen también una hermenéutica del conflicto, que, generando el mundo, rompe y desgarra la tierra. Es verdad que la tierra se nos va y viene desvelando, constantemente y de novicias maneras, pro-creando nuevas especies, nuevos entes, nuevas relaciones o equilibrios naturales, en fin, empujando a la vida desde su corazón más velado. Mas, justamente, ese epicentro jamás se enseña o distiende a si mismo. El secreto íntimo de la a-lhqeia consiste en que a todo el devenir fenoménico yace inmanente un velado esencial, un retraimiento originario y originante, que nunca podrá entificarse o venir al abierto. Al mismo tiempo que desoculta, la tierra oculta, finge, resguarda. Construyendo mundo, lo humano procura desvendar esa tierra que se escapa y esconde, sin nunca lograrlo integralmente, ya que la tierra es horizonte sostenedor, enigma base de su ocultamiento. Entre desvelamiento y encubrimiento, en esta indisoluble tensión de emergencia y recogimiento de las cosas, es donde se entabla el conflicto entre mundo y tierra. Y «este enfrentamiento entre el mundo y la tierra es un combate»[14], la infinita disputa hermenéutica por la veracidad onto-lógica.

Tierra y mundo emergen de esta manera con noveles significaciones. El mundo, arrancado de la tierra, de su oscuridad primitiva, aparece como aperturidad, descubrimiento, exposición a la luz de la existencia, de la relación y del sentido, como pro-ducto patente de la humana laboriosidad. La tierra, antagónicamente, resta reservada y latente, retiro y potencia de esa misma existencia y de ese sentido que se ha de abrir y traer al claro. Tierra y mundo, en su enfrentamiento esencial, surgen inextricablemente ligados en todo el proceso poiético, y ahora también hermenéutico, de revelación de la verdad, que imbrica y compromete - en el lenguaje como en el arte, ya que de ambas el eje conductor es la palabra poética – lo humano y el ser.

Cada mundo y cada época histórica funcionan como una respuesta a esta inextinguible avocación del ser, que residiendo en el lenguaje nos ofrece la posibilidad de participar en su historia, en la calidad de respondientes privilegiados. El arte, siendo esencialmente po(i)ético[15], de acuerdo con lo que expusimos, se torna un vector crucial de esta aperturidad que el hombre ejecuta en su responder destinante. La poesía y el arte intervienen y pertenecen, pues, por excelencia, en y al acontecer de la verdad en cuanto mundo que se extrae de la tierra. Así examinamos esta apurada dialéctica: «la obra, en tanto que obra, levanta un mundo. La obra mantiene lo abierto del mundo. Pero levantar un mundo es sólo uno de los rasgos esenciales del ser-obra de la obra que hay que citar aquí»[16]. El otro, naturalmente, se mueve de la tierra, que consuma la compleción del hecho estético, de su misterio: «Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto de traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra[17].

La producción artística se encuentra así, ella misma, abierta al enfrentamiento entre las dos instancias presentadas por el filósofo friburgués: «desde el momento en que la obra levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra reduzca y apague de inmediato la lucha por medio de un insípido acuerdo, sino para que la lucha siga siendo lucha»[18]. La opugnación entre tierra y mundo sucede entonces en el arte, poiético, acción humana fundamental. En efecto, se torna claro en este paso que el objetivo de Heidegger no se reporta a la elaboración de un programa estético, posicionando la obra de arte en atención al placer o goce que provoca su recepción, sino otrosí un planteamiento del arte en cuanto profunda y decisiva apertura ontológica, en cuanto cúspide del poema que es la relación hombre-ser: «Todo el ensayo sobre El Origen de la Obra de Arte se mueve, a sabiendas aunque tácitamente, por el camino de la pregunta por la esencia del ser. La reflexión sobre qué pueda ser el arte está determinada única y decisivamente a partir de la pregunta por el ser. El arte no se entiende ni como ámbito de realización de la cultura ni como una manifestación del espíritu: tiene su lugar en el Ereignis [acontecimiento], lo primero a partir de lo cual se determina el «sentido del ser»[19]. Tal propósito se muestra evidente cuando el pensador de la Wurttenberg[20] equipara las artes a otras actividades homínidas que despliegan asimismo el acontecer histórico de la verdad ontó-loga: «una de las maneras esenciales en que la verdad se establece en ese ente abierto gracias a ella es su ponerse a la obra. Otra manera de presentarse la verdad es la acción que funda un Estado. Otra forma en la que la verdad sale a luz es la proximidad de aquello que ya no es absolutamente un ente, sino lo más ente de lo ente. Otro modo de fundarse la verdad es el sacrificio esencial. Finalmente, otra de las maneras de llegar a ser de la verdad es el cuestionar del pensador, que nombra el pensar del ser como tal en su cuestionabilidad, o lo que es lo mismo, como digno de ser cuestionado»[21].

El arte, en cualquier caso, aparece como uno de esos modos de elevada experimentación del ser. Cuando comparada a otros ámbitos, se vislumbra que la obra de arte no se limita a articular una apertura ya descerrada en el claro de la existencia-ahí-humana, sino que abre ella misma la verdad, rompiendo el mundo de la tierra y evidenciándolos uno a través del otro, en su duelo perenne. En la obra artística, emergen tierra y mundo, en su proximidad y antagonismo. La obra abre relaciones y significaciones, que en ella y con la cual se ganan y «conquistan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico: sólo a partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino»[22]. Así la obra de arte instala un mundo y un tiempo, una determinación panorámica del ser de las cosas, que sirve como cosmovisión, o encuadramiento estructurante de la realidad a que accede un pueblo o comunidad, en sus relaciones y quehaceres existenciarios básicos, a la vez que, y correlativamente, produce el adviento de la tierra[23]. La eclosión de tierra y mundo se da, consecuentemente, como verdad, no diciendo ahora la adaequatio epistémica, mas la primordial alhqeia, la perseverante tensión entre ocultación y exhibición. Entendemos por eso mejor hasta que punto se declara ser la obra de arte manifestación de la verdad, dado que la «esencia de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para refugiarse dentro de sí mismo. [§ ...] A lo abierto le pertenece un mundo y la tierra [...] en sí mismos, según su esencia, combatientes y combativos. Sólo como tales entran en la lucha del claro y del encubrimiento»[24].

Sin embargo, irradia una nueva luz sobre la beligerancia entre tierra y mundo, bajo este punto de vista del manifestarse de la verdad en la obra de arte: «alzándose en sí misma, la obra abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia»[25]. Consiguientemente, el arte funda un mundo histórico, que sustrae al velo cubridor de los sigilos de la tierra, esto es, convierte en visible y presente un determinado cuadro de significaciones. No obstante, la tierra, inmenso sustentáculo, se mantiene omnipresente, persiste, en cuanto incesante deposito reservativo de sentidos y formas todavía por desencubrir, que al porvenir advendrán: «La tierra sólo se muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la preservan y guardan como ésa indescifrable que huye ante cualquier intento de apertura; [...] la tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo. Traer aquí la tierra significa llevarla a lo abierto, en tanto que aquello que se cierra a sí mismo. [§ ...] Pero el cerrarse de la tierra no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable cantidad de maneras y formas sencillas.»[26] Como indica la cita, la tierra es inagotable, a semejanza de su embate con el mundo, una vez que este jamás la puede extirpar, jamás podrá traer al presente todas las interminables fuerzas y significaciones que aquella discretamente encierra y envuelve. La hermenéutica que la existencia es, se nos muestra de esta manera inconclusa y siempre abierta, nunca en cualquier caso finalizada. Y así sucede en el caso concreto de la obra de arte.

Vamos repasando así lo que Heidegger nos intentó legar, en su aproximación a la artisticidad que, sabe lúcidamente, no puede desvelar por entero. La obra de arte es siempre válida por si misma, no depende neurálgicamente de nada, ni del artista su creador - porque en cualquier caso le puede sobrevivir -, ni del mundo y de su utensilidad, que determina los entes en su funciones. Lo inferimos de que «el único ámbito de la obra, en tanto que obra, es aquel que se abre gracias a ella misma, porque el ser-obra de la obra se hace presente en dicha apertura»[27]. La obra es autónoma, razón por la cual, mismo apartada de su mundo de origen puede continuar hoy – y eternamente – a interpelar y fascinar. Repercutiendo la inagotabilidad de la polémica entre tierra y mundo, combatientes que en ella prorrumpen, la obra refleja igualmente la estructura tensional de la alhqeia, y es, ella misma, incoercible: en ella, el mundo revelado y la tierra que se oculta, componen el anchuroso marco de sus significados, los que ya deslindamos y porfiamos, como aquellos que se quedan aún por penetrar y desvendar.

«La tierra sólo se alza a través del mundo, el mundo sólo se funda sobre la tierra, en la medida en que la tierra, en la medida en que la verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el encubrimiento. [...] Uno de estos modos es el ser-obra de la obra. Levantar un mundo y traer aquí la tierra supone la disputa de ese combate – que es la obra – en el que se lucha para conquistar el desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto es, la verdad»[28]. La obra abre su propio mundo, dispone del poder de fundar y fecundar un mundo y su verdad, de regalarlo a una humanidad histórica. Pero siempre se defiende, como la tierra en la cual se disimula, salva y guarda una infinita torrente de otras significaciones para su posteridad. Esa tierra-despensa significante, como floreamos, es virtualmente inagotable, interminable, se presta y se nos presenta, siempre y renovadamente, a la apertura de neófitos mundos, a la descubierta de inéditas verdades, al levantamiento de nuevos sentidos.

En función de lo presentado, la obra se descierra en el combate hermenéutico entre la tierra y el mundo – significaciones emergidas y sumergidas, explícitas e implícitas -, por lo cual, su labor de interpretación, la hermenéutica de la obra de arte, es ilimitada, incesante, como la propia palabra del ser, que no mengua o desfallece nunca. Siendo inagotable, no puede pertenecer, al menos exclusivamente, al autor, ya que le supera y sobrepasa el proceso de producción de la verdad incrustado en la obra. El artista no podrá estar siempre-ahí para defenderla, y, al fin y al cabo, la obra prescinde de su protección paternalista, revienta como investidura de la verdad por y en si misma. Para lográrselo, se torna imperioso «aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma a fin de dejarla reposar a ella sola en sí misma. [...] Precisamente en el gran arte, que es el único del que estamos tratando aquí, el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en la creación»[29]. Por consiguiente, el arte no representa, evoca o significa nada fuera de sí, mas todo ese espectro acaparador de la verdad que (se) genera o aporta, en su irrupción creativa, se mantiene dentro de si misma, inalienablemente, y se presta, en el trascurso de las eras, a una salvaguarda hermenéutica, pues que su «fundación es algo que viene dado por añadidura, un don»[30], un exceso que se presta una y otra vez a la reelaboración interpretativa.

La hermenéutica es también una forma de ocuparse y cuidar: «dejar que la obra sea una obra es lo que denominanos el cuidado por la obra»[31]. En realidad, la salvaguarda de la obra de arte y de su perennidad reposan en público-curador[32], que todos vamos siendo al largo de las épocas y de los mundos, y con quien la obra comparte su verdad[33]. Éstos que aprecian la obra no constan solamente del conjunto de los meros espectadores, asistentes o contempladores, inmersos en la fruición erudita del objeto estético. Ellos son llamados a acceder, acoger y embrazar la verdad que se da [es gibt] o acontece en el arte, que en el arte dúplice y cómplicemente se cumple como evidencia y clausura. Además, «el cuidado por la obra nos aisla a los hombres en sus vivencias, sino que los adentra en la pertenencia a la verdad que acontece en la obra y, de este modo, funda el ser para los otros y con los otros como exposición histórica del ser-aquí a partir de su relación con el desocultamiento»[34]. La verdad, de y en la obra, se proyecta como porvenir histórico, que urge salvaguardar. Delante de esta exigencia de amparo y curación del doble movimiento de velar y develar la verdad de la obra artística, somos investidos como guardianes[35]. De esta forma nos certificamos en cuanto intérpretes, otra vez en doble sentido, pero ya debidamente unívoco y plenificado, de hermeneutas activos y comprometidos, a quien incumbe asegurar la verdad, que se nos da en la obra como epifanía, o quien sabe, ontofanía, que, para nosotros, se hace mundo y tierra, donde habitaremos, en desocultación del ser. De hecho, así se concretiza y suporta, idénticamente, la relación entre el ser con la esencia de lo humano – lingüística, heurística, interpelante y interpretativa -, ligadura crucial para ambos, visto que «el ser es una llamada hecha a los hombres y no puede ser sin ellos»[36]. Mediante la hermenéutica y el cuidado de la obra, tarea siempre delicada y interminable, la conservaremos viva y vívida, en la revelación de su esplendor ontológico y de su eternal quietud e imperturbabilidad[37]. Éste es, pues, nuestro papel frente al gran arte, tarea en nada desprovista de relevancia y consecuencia, además, porque «la realidad efectiva más propia de la obra sólo fecunda allí donde la obra es cuidada en la verdad que acontece gracias a ella»[38].



[1] - HÖLDERLIN, citado por HEIDEGGER, HEP, 33.

[2] - Esto es prerrogativa o consigna del bardo germánico, cuya poesía encierra un politeísmo animista referido hacia la naturaleza, entendida como «un ser divino, colmado de divinidades, infinitamente más grande de que el hombre y su pequeño yo evaporable» (In N. HARTMANN, La Filosofía del Idealismo Alemán, Trad. Cast. de Hernán Zucchi, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1960, Tomo I, p. 286) y de alguna manera en relación con las mitologías de los antiguos, «que animaron e adoraron la misteriosa vida de la naturaleza (in IDEM, Ibidem, p. 286). Deberemos, pues, entender los dioses hölderlinianos sobretodo como prosopopeyas místicas de las fuerzas y energías incoercibles del cosmos.

[3] - HÖLDERLIN, citado por HEIDEGGER, HEP, 33.

[4] - «El elemento primordial del que surgieron las razas divinas», in Pierre GRIMAL, Diccionário de Mitología Griega y Romana, Trad. Cast. por Francisco Payarols, Ed. Paidós, Buenos Aires / Barcelona, 1986 (3ª reimp.), p. 211.

[5] - In M. HEIDEGGER, OAA, 31.

[6] - In IDEM, La Cosa, in M. HEIDEGGER, Conferencias y Artículos, Trad. Cast de Eustaquio Barjau, Ed. Del Serbal, Barcelona, 1994, 1ª Ed. (pp. 143-162), p.155. La edición coteja las páginas de la edición original, cuya numeración adaptamos aquí. En el presente caso, se trata de la p. 171.

[7] - Sea el griego fisiV, sea el correlativo latino natura (del cual proceden seguramente 'naturalidad' y 'natalidad') conservan esta noción de génesis, de movimiento originario y desarrollo a partir de sí. El verbo fuw, que va ligado al sustantivo fisiV, significa precisamente brotar, hacer nacer y crecer, producir y desenvolverse. Esta interminable autonomía genesíaca de la naturaleza es, para Hölderlin, «el milagro primariamente real y totalmente inexplicable» - in N. HARTMANN, Op. Cit., Ed. Cit., p. 286.

[8] - Mencionamos, en concreto, la proximidad radical entre Historia (Geschichte) y Destino (Geschick) en el idioma alemán.

[9] - In M. HEIDEGGER, HEP, 34.

[10] - In IDEM, OOA, 33-34.

[11] - In IDEM, Ibidem, 37.

[12] - Otra vez en la senda de las duplicidades, utilizando aquí el término como sustantivo y adjetivo (en la acepción de terrenal).

[13] - In IDEM, Ibidem, 37.

[14] - In IDEM, Ibidem, 37.

[15] - «porque el ser-obra de la obra consiste en levantar un mundo, de la misma manera resulta necesaria la elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene el carácter de la elaboración. La obra, como obra, es en su esencia elaboradora» - in IDEM, Ibidem, 34.

[16] - In IDEM, Ibidem, 34.

[17] - In IDEM, Ibidem, 35.

[18] - In IDEM, Ibidem, 38.

[19] - In IDEM, Ibidem, «Apéndice», p. 61 de la edición española citada.

[20] - Región de donde también es nativo Friedrich Hölderlin.

[21] - In M. HEIDEGGER, OOA, 50.

[22] - In IDEM, Ibidem, 31.

[23] – que, como la fusiV de los presocráticos, es también retracción y tapamiento.

[24] - In M. HEIDEGGER, OOA, 43-44.

[25] - In IDEM, Ibidem, 33.

[26] - In IDEM, Ibidem, 36.

[27] - In IDEM, Ibidem, 30.

[28] - In IDEM, Ibidem, 45.

[29] - In IDEM, Ibidem, 29.

[30] - In IDEM, Ibidem, 62.

[31] - In IDEM, Ibidem, 54.

[32] - Aquí, empero, sin suscribir necesariamente el término en lo que hoy designa en el mundo del arte.

[33] - Comenta el autor que la obra «siempre guarda relación con los cuidadores, incluso o precisamente cuando sólo espera por dichos cuidadores para solicitar y aguardar la entrada de estos mismos en su verdad.» - In IDEM, Ibidem, 55.

[34] - In IDEM, Ibidem, 55-56.

[35] - O también pastores...

[36] - In IDEM, Ibidem, «Apéndice», p. 62 de la edición española citada.

[37] - «Lo inamovible de la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla que pone en evidencia la furia de éstas.» - In IDEM, Ibidem, 31.

[38] - In IDEM, Ibidem, 56.

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